Era una mañana fresca pero luminosa, todos los árboles
florecían como recién nacidos despertando con las primeras luces del alba. Me
asomé a la orilla y contemplé como la tierra y el mar despertaban, la noche de
embrujo quedaba en el recuerdo como un precioso sueño, un nuevo amanecer daba
paso a miles de nuevas experiencias pendientes de ser vividas, disfrutadas y
recordadas.
Comenzaba esta nueva andadura, la noche anterior algo se
había roto en mí, mi timidez había llegado a su fin y había descubierto que lo
que durante años llevaba encerrado en mi corazón era algo tan grande que más
bien había estado protegido para sacarlo a relucir cuando el mundo estuviese
preparado para verlo.
Hacía varias semanas que partimos de vuelta de lo que
creímos iba a ser la salvación a nuestras vidas, esa aventura en la que nos
sumergimos, buscando el sueño de una vida de riquezas por tierras germanas no
había llegado a buen puerto, fuimos engañados, explotados y robados, para
finalmente tener que huir para no ser detenidos por habernos convertido en
maleantes.
Andamos durante semanas, escondidos por los bosques,
evitando los caminos transitados, aguantando frío y lluvias por el norte,
calores extremos en el centro, sentir que se te va la vida, que te falta el
aire, todo con el único deseo de volver a casa, pobres pero en nuestra tierra,
que es mejor que ser ricos.
Pasando Córdoba ya el humor iba cambiando, los olores, el
clima, sus gentes, ya no debíamos escondernos, no éramos perseguidos aquí, no
nos miraban como a delincuentes, nos trataban como hermanos, como tratamos a la
gente en el sur, como nos tratamos entre nosotros, como deben tratarse las
personas sean del origen que sean, del color que sean y tenga más o menos
dinero, somos todos hijos de la tierra y en la tierra acabaremos.
El olor a mar ya se sentía, la humedad acariciaba nuestra
piel, curaba nuestras heridas y alegraba nuestros corazones, pusimos rumbo a
nuestro pequeño paraíso junto a un faro, zona de sueños, de amores y de magia.
Ya vislumbramos el mar, algunos corrimos aunque quedaran un
par de kilómetros, no importaba, era imposible permanecer impertérrito ante esa
majestuosidad, el mar lo bañaba todo, África se podía ver en el horizonte, el
faro nos guiñaba el ojo para que apremiásemos nuestro paso.
Por fin llegamos, pisamos la suave arena blanca de la playa
que nos acariciaba los pies como besándolos, las olas del mar aplaudían contra
las rocas como festejando nuestra llegada, el viento mandaba rachas para
abrazarnos, todos reímos, lloramos, nos tiramos en la arena, nos bañamos en el
mar, agradecimos a la madre tierra que nos recibiese y nos diese otra
oportunidad.
El sol se despidió y dejó paso para que la luna también
viniera a recibirnos, su cara guapa nos ilumino más fuerte que nunca,
encendimos una hoguera y comenzaron los bailes, unas maderas sirvieron de
tambores, sonaban las palmas y algunos cantes comenzaban a alegrar la noche.
El cansancio comenzó a hacer mella en nuestros cuerpos y
se entonaron los primeros cantes de tristeza, los que servían para expresar y desahogar todo
lo que teníamos dentro. De repente algo en mi interior sintió que tenía que
salir, notaba como un impulso de gritar algo, mi voz se templó y surgió de mi
garganta un cante que hasta a mí me sorprendió. Una seguirilla que bien podía
haber sido cantada por un ángel, pronto empezaron a brotar lágrimas de todos
los allí congregados, algo mágico estaba ocurriendo, la luna y las estrellas
quedaron embrujadas por esa voz rota de dolor pero mejor afinada que cualquier
instrumento, sentía como mi abuela estaba conmigo cantando y sonriendo mientras
me pedía “canta la del pajarillo”, en ese momento la tierra y el cielo eran uno,
“claro que te la canto abuela, como tú me enseñaste”.
Se fueron sucediendo cantes y fui turnándome con más amigos,
una caja dentro de mí se había abierto y me sentía como renacer. Nunca podré
dejar de cantar desde esa noche porque es mi forma de reír y de llorar.