Érase una vez un nuevo día, érase una vez una mañana de
fragancia enrarecida, de perfil de contrabando, de distancias callejeras, érase
una vez un nuevo retrato.
En el fragor de la batalla, en la constante lucha y el
itinerante consuelo, un remanso de paz cruza la esquina, se sienta a nuestro
lado y nos hace conscientes del revuelo que provoca el rebufo de una sociedad
inerte, sin fin y sin sentido.
Nos obliga a sentarnos, a contemplar, a descansar y a tomar
buena nota de los errores cometidos, frutos de la ignorancia y de las malas
enseñanzas.
Frenamos aquí, bajamos de la trepidante espiral de nuestra
vida que nos empuja como un tornado creado por nosotros mismos y del cual
perdimos hace años el control, bajamos del toro desbocado justo a tiempo de
estrellarnos, antes del estruendo final anticipado, antes del temido naufragio.
Sabía que no me fallarías, sabía que en dos, tres o cuatro
días tu bella cara y alegría crecería en intensidad y que después de la parada,
del mirar desconsolada y de otra oportunidad, tu luz volvería a brillar.
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