Por el sendero todo parecía tranquilo, el agua del riachuelo
corría como lágrimas de felicidad por los surcos de su vida, la pureza del
entorno, los animales, la vegetación, hasta el mismo aire que soplaba sinuoso
como susurrando palabras de consuelo y meditación.
De pronto llegó a una zona más árida, el viento soplaba con
más fuerza, los animales tornaron los movimientos con más brusquedad, las
flores ya no coloreaban el horizonte, el río yacía seco. Arribó a un claro y
vislumbró en la llanura unas murallas de madera, la civilización estaba cerca.
Todo pasó, nada permanece, la vida es un fino río de aguas
gélidas en partes más caudaloso, en otras más escaso, se intenta llevar consigo
trozos de todo lo que consiga tocar en su camino para finalmente desembocar en
un triste mar en el que ya no hay ríos, ni caudales, ni afluentes, ni
riachuelos, todo es uno, no existe el individual, no existe el uno, sólo está
el todo, la inmensidad, el conjunto, el océano. Con un sabor diferente.
Un río es de sabor dulce, sin embargo por todo lo que va
llevándose en el camino al llegar al mar se vuelve salado, la vida es ése río
dulce que te acabará llevando a un mar en el que te transformarás en lo que
hayas adquirido por el cauce de tu vida.
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