La mañana amaneció lenta, las nubes parecían adormiladas, el
viento no conseguía soplar. La desgana junto con el decrépito cantar de los
pájaros enfermos, presagiaban algo oscuro en el despertar del día. Una hoja
caída por el mandamiento del gris otoño arrancó la primera balada de una
sinfonía que comenzaba. El director salía a escena, los músicos tomaban
posesión, sin embargo el público se encontraba aun absorto en conversaciones
sin fondo a las puertas de algo fuera de toda expectativa. Comienza la función
y el estruendo de las primeras notas acaparan la atención dormida de los
asistentes, todos corren a sus asientos para contemplar atónitos e incrédulos
la obra que estaban teniendo el placer de sentir. Trombones, saxos, violines,
tambores, piano y violonchelo. Todo un compendio de maravillas sonoras que
hacen las delicias de todos los asistentes. No parece llegar la calma, el
allegro se aviva y coronan los tambores unas notas coloridas. La sinfonía
cambia de rumbo pasando a una tonalidad más baja, es el momento de los violines
y flautas, los tambores pasan al descanso y el piano arranca un solo que hiela
la sangre del más ardiente. Se intuye el final de esta sonata con el calor de
sus notas, el crescendo de la melodía y la alegría de los oyentes. Por fin llegó
la primavera y la orquesta nos deleita con la alegría correspondiente.
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